En política, ¿qué es lo más importante? ¿Ganar o participar?
La respuesta depende, lógicamente, de qué entendamos por política.
Si entendemos la política como la herramienta que permite que la pluralidad de opiniones de los ciudadanos se vea representada, y así formen parte en la toma conjunta de decisiones, entonces, estaremos de acuerdo en que los partidos políticos deberán dejar de lado estrategias electorales y centrarse en la defensa de su ideario, su programa y tratar de convencer con el mismo a los votantes, sin importar si eso se traduce en buenos o malos resultados en las urnas. Desde esta concepción “estéril” de la política, la mejor victoria es poder defender una serie de valores, y permitir el buen funcionamiento del sistema y el pluralismo político.
Sin embargo, si entendemos la política como un instrumento de poder, mediante el cual, gracias a los resultados electorales, se puede ejercer un férreo control de la sociedad y garantizar el pan a numerosos cargos de confianza, entonces, no nos temblará la voz al exclamar que lo importante en política es ganar. ¿A qué precio? Eso será lo de menos, puesto que asumiremos que las ideas no dan para comer, y los votos sí, y bastante bien, la verdad.
Por desgracia, como habrán comprobado, en España padecemos con extraordinaria gravedad las consecuencias de esta segunda tesis, y numerosos ejemplos lo demuestran: desde aquellos que han hecho de la política su profesión (garantizando su perpetuidad desde sus propios cargos), hasta los que han renunciado a sus convicciones y mantienen la boca cerrada por aquello de la disciplina de partido, pasando por quienes cambian radicalmente de opinión jugando siempre a caballo ganador.
No cabe duda alguna de que sucedió en su momento en el PSOE, tras alcanzar Rodríguez Zapatero
Durante la pasada legislatura, Rosa Díez expresó reiteradamente su desacuerdo con la política antiterrorista y territorial (entre otras) de Rodríguez Zapatero, y, a consecuencia de ello, fue sometida a la marginación dentro de su propio partido, hasta tal punto que decidió marcharse, renunciando a su sueldo de eurodiputada, para iniciar una nueva aventura política con UPyD, dedicando tiempo y dinero a defender sus convicciones sin ninguna garantía de éxito.
Ahora, en el PP, ese amago por parte de la dirección del partido de mostrarse cercano ante determinados partidos nacionalistas no tiene otro objetivo que el de poder alcanzar el gobierno gracias a ellos (como ya sucedió en 1996), ya que, a falta de una inalcanzable mayoría absoluta, serán la llave para acceder a
María San Gil no renunciará a su firme lucha contra el terror, acercando posturas con el PNV de Ibarretxe (que aprovecha cada atentado de ETA para publicitar su discurso nacionalista), sólo porque ello pueda permitir al PP llegar al poder. Es, como Díez, una política de principios.
El PP deberá escoger entre mantener sus propias convicciones o adaptar las mismas al gusto de los electores. Posiblemente triunfará de nuevo la estrategia electoral.
Es lo que sucede cuando en los partidos prima su concepción “empresarial” sobre su función “política”.
Muchos “políticos” (y el entrecomillado, bien grande) dependen de tales resultados.
Pablo Ochoa Castillo. 15-5-2008
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